El edificio que había que romper de Gianni Rodari
Hace tiempo, la gente de Busto Arsizio estaba preocupada porque los niños lo rompían todo. No hablamos de las suelas de los zapatos, de los pantalones y de las carteras escolares, no: rompían los cristales jugando a pelota, rompían los platos en la mesa y los vasos en el bar, y si no rompían las paredes era únicamente porque no disponían de martillos.
Los padres ya no sabían qué hacer ni qué decirles, y se dirigieron al alcalde.
– ¿Les ponemos una multa? – propuso el alcalde.
– Muchas gracias – exclamaron los padres -, pero así, los que ten dríamos que pagar los platos rotos seríamos nosotros.
Afortunadamente, por aquellas partes hay muchos peritos. De cada tres personas una es perito, y todos peritan muy bien. Pero el mejor de todos era el perito Cangrejón, un anciano que tenía muchos nietos y por lo tanto tenía una gran experiencia en estos asuntos. Tomó lápiz y papel e hizo el cálculo de los daños que los niños de Busto Arsizio habían causado rompiendo tantas y tan bonitas cosas. El resultado fue espantoso: milenta ta manta catorce y treinta y tres.
– Con la mitad de esta cantidad – demostró el perito Cangrejón – podemos construir un edificio y obligarles a los niños a que lo hagan pedazos; si no se curan con este sistema, no se curarán nunca.
La propuesta fue aceptada y el edificio fue construido en un cuatro y cuatro ocho y dos diez. Tenía siete pisos de altura y noventa y nueve habitaciones; cada habitación estaba llena de muebles y cada mueble atiborrado de objetos y adornos, eso sin contar los espejos y los grifos. El día de la inauguración se le entregó un martillo a cada niño y, a una señal del alcalde, fueron abiertas las puertas del edificio que había que romper.
Lástima que la televisión no llegara a tiempo para retransmitir el espectáculo. Los que lo vieron con sus ojos y lo oyeron con sus oídos aseguran que parecía – Dios nos libre – el inicio de la tercera guerra mundial. Los niños iban de habitación en habitación como el ejército de Atila y destrozaban a martillazos todo lo que encontraban a su paso. Los golpes se oían en toda Lombardía y en media Suiza.
Niños tan altos como la cola de un gato se habían agarrado a armarios tan grandes como guardacostas y los demolieron escrupulosamente hasta que sólo quedó un montoncito de virutas. Los bebés de los parvularios, tan lindos y graciosos con sus delantalitos rosa y celeste, pisoteaban diligentemente los juegos de café reduciéndolos a un finísimo polvo, con el que se empolvaban la nariz.
Al final del primer día no quedó ni un vaso entero. Al final del segundo día escaseaban las sillas. El tercer día los niños se dedicaron a las paredes, empezando por el último piso; pero cuando llegaron al cuarto, agotados y cubiertos de polvo como los soldados de Napoleón en el desierto, se fueron con la música a otra parte, regresando a casa tambaleantes, y se acostaron sin cenar.
Se habían ya desahogado por completo y no encontraban ya ningún placer en romper nada; de repente, se habían vuelto tan delicados y ligeros como las mariposas, y aunque hubiesen jugado al fútbol en un campo de vasos de cristal no hubiesen roto ni uno solo.
El perito Cangrejón hizo más cálculos y demostró que la ciudad de Busto Arsizio se había ahorrado dos remillones y siete centímetros.
El Ayuntamiento dejó libertad a sus ciudadanos para que hiciesen lo que quisieran con lo que todavía quedaba en pie del edificio. Y entonces pudo verse cómo ciertos señores con carteras de cuero y con gafas de lentes bifocales – magistrados, notarios, consejeros delegados – se armaban de un martillo y corrían a demoler una pared o una escalera, golpeando tan entusiasmados que a cada golpe se sentían rejuvenecer.
– Esto es mejor que discutir con mi esposa – decían alegremente -, es mejor que romper los ceniceros o el mejor juego de vajilla, regalo de tía Mirina…
Y venga martillazos.
En señal de gratitud, la ciudad de Busto Arsizio le impuso una medalla con un agujero de plata al perito Cangrejón.